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Si tienes unos cuarenta años o más y eres -o fuiste- aficionado a los cómics, sin duda habrás reconocido de inmediato la icónica frase con la que he querido titular este artículo. Y por si no te suena de nada, te lo cuento rápidamente.

René Goscinny y Albert Uderzo crearon, como guionista y dibujante respectivamente, las geniales historietas de Astérix el Galo a finales de 1959. Originalmente se trataba de una tira semanal para la revista Pilot, pero pronto, debido al éxito cosechado gracias a la cómica ternura de los personajes y la desternillante ironía de sus guiones, alcanzó la categoría suficiente para editar álbumes propios -al igual que otros famosos dibujos como Dilbert, Charlie Brown, Calvin y Hobbes, etc.-

Ambientadas en el año 50 A.C, en una ficticia aldea “poblada por irreductibles galos” aún no conquistada por Julio César, las historias de Astérix y su inseparable compañero Obélix se hicieron famosas por retratar con una finura y un acierto sorprendentes la idiosincrasia y los tópicos de las naciones europeas actuales y sus pobladores, extrapolados anacrónicamente a los días del Imperio Romano.

Aunque en un momento dado su guionista recibió algunas críticas por hacer excesiva caricatura de dichos tópicos, creo que nadie en su sano juicio pudo sentirse ofendido por unas historietas que destilaban inteligencia, mordacidad e ingenio. Incluso confieso haber entendido dobles sentidos escondidos en las situaciones a la tercera o cuarta relectura de algunos cómics, consiguiendo arrancarme carcajadas muchos años después de haberlos leído por primera vez.

Pues bien, “Están locos, estos romanos” es una frase que invariablemente pronunciaba el bueno de Obélix después de haber machacado a unas cuantas decenas de legionarios de los campamentos próximos en su intento por incorporar a la aldea a la Pax Romana. En su infantil inocencia, Obélix -poseedor de una fuerza descomunal por haberse caído de pequeño en la marmita de poción mágica que preparaba el druida Panorámix- no lograba entender por qué esos enclenques se empeñaban una vez tras otra en recibir unas palizas tremendas en sus vanos intentos por someterlos; aunque en realidad tampoco entendía por qué los bretones tenían la costumbre de parar a las cinco para beber agua caliente -la cosa mejoró bastante cuando Astérix les llevó el té-, los hispanos se encerraban con toros bravos en ruedos, los normandos bebían en los cráneos de sus enemigos o los egipcios construían pirámides enormes como tumbas. Al final, siempre habría un “Están locos estos… (lo que fuese)” y todo terminaría con un gran banquete y el bardo Asuranceturix amordazado para ¡Qué recuerdos, ¿verdad?!

Como le pasaba a Obélix, es tentador creer que los demás están locos simplemente porque no piensan o actúan como a nosotros nos gustaría, y resulta fácil caer en la lógica egoísta de entender que hay una única razón, la mía, siendo las ajenas nada más que posiciones erróneas o mal fundamentadas. En coaching denominamos “enfoque único” a este tipo de pensamiento, y lo solemos considerar limitante y perjudicial para el que lo exhibe -¿o debería decir “sufre”?-

Si lo piensas bien, el simple hecho de razonar con enfoque único, independientemente de la bondad de nuestras intenciones, nos coloca automáticamente en una posición moral de superioridad, lo cual, ya de por sí, no es especialmente empático. Pero este tipo de razonamiento no sólo tiene el problema de hacernos perder muchos matices, información nuclear y de contexto o alternativas que permitan la mejor toma de decisiones, sino que además es el camino directo al victimismo y la fabulación de un montón de creencias dañinas, tanto para uno mismo como para los demás.

Vivimos tiempos de mucho movimiento, y, como tuvimos oportunidad de analizar en anteriores números de nuestra Revista, la mejor y más económica forma de defendernos de los golpes imprevistos que están aún por venir es la diversidad. La diversidad en su más pura acepción, es decir, la variedad, la multiplicidad de talentos, la versatilidad para tener disponible un espectro de soluciones lo más amplio posible. En momentos de oleaje, es conveniente que un equipo humano se parezca más a una navaja suiza que a un bisturí de cirujano.

Pero, a diferencia de los elementos que componen tan útil herramienta, ese equipo ha de convivir y aceptarse mutuamente para ser productivo. No se trata de que el sacacorchos pase a un segundo plano para dejar actuar al destornillador, sino de que ambos sinergicen junto con el resto de “gadgets” de la navaja para formar entre todos un aparato útil y competitivo. Y en un universo de subjetividades, cultivo del ego y miedo a lo desconocido como el que constituimos los seres humanos, desgraciadamente es más probable que el destornillador y el sacacorchos se apuñalen entre ellos antes de que celebren sus diferencias para alimentar un escenario conjunto rico en posibilidades.

Si tiendo a pensar que el de al lado está equivocado o directamente loco, como los romanos de Obélix, rechazaré lo que venga de él porque lo percibiré como una amenaza; una invasión más o menos declarada a mi forma de hacer las cosas, a mi integridad, al valor que aporto o a mi independencia, qué sé yo. Y es una reacción defensiva comprensible, porque el ser humano rechaza la incertidumbre de forma tan genética como inexorable, y lo extraño es incierto per se.

Pero no es menos verdad que en esencia constituimos una especie social, que ha basado su éxito en la cooperación con los demás para llegar a adaptarse a lo hostil, ya sean climas extremos, orografías imposibles o tierras estériles. De modo que, aunque la civilización sea mucho más lenta que la genética, parece ser que la evolución nos ha dotado en los últimos milenios de los suficientes mecanismos sociales como para superar las barreras del rechazo a lo foráneo, y con ello llegar a mezclarnos y expandirnos, superando la cómoda endogamia de lo propio y conocido.

No, el de al lado no está loco; simplemente no es como tú.

Puede que naciera así de rarito, o quizás fue educado con otros valores diferentes a los tuyos, que modelaron su sistema de creencias de forma tan indeleble como a ti te ocurrió. O a lo mejor se encuentra en un momento de su existencia en que las experiencias que ha vivido o está viviendo ahora mismo le han marcado de forma inaudita e incomprensible para ti. Pero si tu forma de observarle es con un enfoque único, como el que mira el mundo con un solo ojo a través de un tubo de papel enrrollado, te perderás todo lo que hay alrededor, todo lo que le hace rico y podrías usar cuando sea necesario.

Dame lo que para ti es un defecto y te daré a cambio una virtud. Dime que alguien de tu empresa es demasiado callado y te mostraré a alguien discreto y reflexivo. O señálame al que critica los cambios que estás implantando y te presentaré al guardián de los valores y la tradición de tu Organización. No hay cualidades buenas ni malas, simplemente hay comportamientos efectivos o inefectivos en virtud del contexto y de la situación. Pero difícilmente podrás detectar las oportunidades que te brindan los demás si te empeñas en juzgarles como ajenos, como equivocados, como locos.

Iván Yglesias-Palomar. Coach ejecutivo y de equipos de Atesora Group.