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A día de hoy, como tantas veces sucede, las monedas digitales representan, al mismo tiempo, un riesgo y una oportunidad.

Los riesgos son claros: son instrumentos potenciales para la comisión de diversos delitos o para lucrarse anónimamente con ellos, especialmente en materia de blanqueo de capitales y también para la realización de posibles fraudes o estafas piramidales; pasando por episodios más o menos claros en los que errores tecnológicos han terminado por provocar pérdidas millonarias a los inversores.

Por otro lado, y desde la aparición de la primera moneda digital, el bitcoin, las criptomonedas han implicado también una oportunidad, muy clara en cuanto a la tecnología subyacente (blockchain).

Frente a este nuevo fenómeno, los reguladores financieros han reaccionado de modos muy diversos. Algunos de ellos se han apresurado a prohibir actividades o transacciones (sobre todo las ya famosas “ICOs”) realizadas con estas monedas, tratando de evitar los riesgos que se han descrito, frente a los que el Fondo Monetario Internacional ha formulado claras advertencias. Otros, más comprensivos (p. e. Japón), han intentado encauzar parte de esa actividad y, en particular, las “ICOs” hasta los estándares habituales de los mercados regulados, equiparando esas operaciones con las transacciones sobre instrumentos financieros.

De este modo, en cada jurisdicción, las criptomonedas y las transacciones han sido lo que los reguladores y supervisores (sobre todo de los mercados de valores) les han consentido o no consentido ser.

Por último, el regulador global, el BIS, ha publicado un reciente informe que aborda la posibilidad de que las criptomonedas hasta ahora existentes pudieran ser reemplazadas por otras emitidas por las autoridades monetarias que sustituirían total o parcialmente el dinero físico en circulación. Si bien el informe considera innecesario este paso, el sólo hecho de que se esté planteando ilustra la importancia del fenómeno.

También el G-20, en su reciente reunión en Argentina, se ha ocupado de la cuestión dándose un plazo máximo hasta el verano de este año para tomar una posición formal al respecto, partiendo de que el Consejo de Estabilidad Financiera ya ha concluido con la posición de que las criptomonedas no suponen una amenaza para la estabilidad financiera global.

Y es que, al margen de los evidentes riesgos presentes, las monedas virtuales y la tecnología subyacente representan, sin duda, una oportunidad en la que la innovación puede permitir la realización de operaciones financieras de forma mucho más eficiente, rápida y barata. Por lo que debería tratarse de que la lógica prevención, asociada a la evitación de los riesgos que se han descrito, no termine por convertirse en un injustificado freno a la innovación.

La pelota está en el tejado del regulador. Es a él a quien corresponde determinar si la existencia de esas monedas y la realización de operaciones con ellas es una actividad lícita (si cumple con una determinada regulación) o no lo es y, en el primer caso, establecer la regulación que haga posible su desarrollo en condiciones de seguridad desde todos los puntos de vista.

Ese regulador al que nos referimos debería ser principalmente global, en todos los sentidos de la expresión.

El fenómeno del que hablamos es, hasta cierto punto, “monetario”, lo que, les guste o no, atañe a los bancos centrales. Asimismo, tiene un efecto potencial sobre el sector financiero, lo que incumbe a los supervisores bancarios, que deberían decir qué pueden hacer o no las entidades financieras en relación con estas monedas virtuales. Por último, se trata también de instrumentos para la realización de actividades de inversión, lo que atañe a los reguladores y supervisores de valores. Todos estos reguladores y supervisores deben estar implicados: una regulación fragmentada sería un error.

Por otra parte, y desde un punto de vista geográfico, se trata de un fenómeno global, con actores que tienen la capacidad de actuar de forma transfronteriza, por lo que no tendría sentido una aproximación regulatoria regional o nacional que sólo serviría para posibilitar un indeseable arbitraje regulatorio.

Por último, los actores privados, incluidos los prestadores de servicios profesionales, y sobre todo mientras no se aclare el panorama regulatorio, estamos obligados a actuar con la máxima responsabilidad y cautela, distinguiendo entre los diferentes operadores y operaciones para detectar riesgos potenciales de fraude, blanqueo de capitales y otros, aplicando con rigor la normativa vigente, y manteniéndonos muy atentos a la evolución de esa regulación a la que todavía esperamos.

Autor: Francisco Uría