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Hace dieciséis años, en San Diego, en un aparcamiento junto a la autopista, asistí a una de las demos tecnológicas más asombrosas de mi vida. A poco menos de cien metros, Elwood ‘Woody’ Norris, un polifacético inventor, apuntaba a mi cabeza con un aparato de metal del tamaño de una caja de cereales.

De pronto, presionó el botón de play en un reproductor de CDs que llevaba conectado a la pieza y, entre el estruendo de los coches y camiones que cruzaban San Diego a toda velocidad, oí el sonido de unos cubitos de hielo chocar en un vaso, tan claramente como si un barman estuviera acercando dulcemente un whisky on the rocks a mis oídos.

Si me daba un paso al lado, el sonido de los hielos se desvanecía. Si volvía al punto original, regresaba con total nitidez, como si lo estuviera escuchando a través de unos auriculares. De alguna forma, estaba dirigido solo hacia mí y a ningún otro sitio.

Norris bautizó esta invención como el HyperSonic Sound, o simplemente HSS, por sus siglas. Aquella novedad estaba destinada a cambiar la forma en la que escuchábamos música y tenía un sinfín de aplicaciones.

Pero las cosas no resultaron así. Después de todos estos años, el sonido dirigido o focalizado es, en el mejor de los casos, un producto de nicho o un experimento. Este año, Nike ha utilizado otra versión de esta tecnología -no la de Norris- en la nueva tienda insignia que tiene en Nueva York. Igualmente, Amazon la ha utilizado en el centro de visitantes de su sede en Seattle. Pero, en realidad, es muy poco probable que puedas pasar por esta experiencia de sonido en cualquier otra parte.

La historia del HSS nos enseña lo que puede pasar cuando un innovador crea una tecnología fascinante, pero que no resuelve un problema lo suficientemente importante. Y es un buen recordatorio para inventores y emprendedores: sin el aplauso del público, la tecnología más sofisticada del mundo no va a ninguna parte.

En realidad hemos visto esta película mil veces. Los Segway, una maravilla de la ingeniería, estaban llamados a poner patas arriba el transporte urbano. Pero lo cierto es que no ha sido así. En los noventa, la red de satélites Iridium se construyó para darnos comunicación inalámbrica, pero finalmente, la utilizan los trabajadores de plataformas petrolíferas para poder llamar por teléfono. Las archi-anunciadas Google Glass no han sabido encontrar ninguna utilidad realmente importante. Y las gafas de realidad virtual sólo están siendo diferenciales para un pequeño nicho de la comunidad gamer.

¿Qué es lo que hace que estas tecnologías tan prometedoras se la peguen? El escritor Steven Johnson ha desarrollado un concepto que lo explica (y del que ya he hablado en otra ocasión). Lo llama el adyacente posible. Steven Johnson dice que hay dos factores clave que determinan que una tecnología tenga predicamento o no; una es lo buena que sea. La otra es lo mucho que el público la necesite y lo preparado que esté para adoptarla. Muchos innovadores cometen el error de pensar que, por sí sola, una tecnología increíble puede cruzar al adyacente posible. Es el clásico, if you build it, they will come -en castellano algo así como, si lo construyes, acabarán viniendo-. Pero la realidad es que no siempre vienen. En 2002, la revista Popular Science reconoció el invento de Norris con el primer premio a la mejor innovación del año. Y, sorpresa, la invención que se alzó con el segundo premio no era otra que el Segway. Pero, claro, esto al público le importó bastante poco.

A las personas solo les interesará una tecnología si realmente resuelve un problema que esté lo suficientemente extendido. Como contamos mis coautores y yo en nuestro libro Play Bigger, las innovaciones que tienen impacto son aquellas que resuelven un viejo problema de forma totalmente nueva o, en otros casos, que resuelven un problema que no éramos conscientes de tener hasta que desaparece. Steve Jobs, por ejemplo, era el mejor en eso: nos hizo creer que en nuestras vidas faltaría algo si no teníamos un iPhone o un iPad, incluso aunque nunca antes hubiéramos necesitado uno.

HSS es el ejemplo perfecto de una tecnología que no resuelve ningún problema. En un primer momento, Norris captó la atención de clientes importantes. Directivos de compañías como Sony o Daimler-Benz vieron factible incluir esta tecnología en los coches, con altavoces separados que estuvieran dirigidos a los distintos pasajeros, de forma que cada uno pudiera elegir la música que quisiera.

Walmart investigó su posible aplicación en grandes almacenes, pensando que los clientes irían andando por los distintos pasillos y podrían escuchar solo las ofertas de aquellos productos que estuvieran justo enfrente de ellos, sin generar una cacofonía sonora desagradable para todo el mundo.

Los responsables de la movilidad en las ciudades supusieron que al instalar un altavoz con esta tecnología en los pasos de cebra, las personas invidentes cruzarían las calles con más seguridad, al caminar, solamente, por la estela de sonido.

Pero, al final, ha resultado que estos problemas no lo son realmente. O, por lo menos, no son tan acuciantes como para generar una demanda real de esta tecnología. Los pasajeros que no quieran escuchar la música que suena por los altavoces del coche pueden ponerse tapones o escuchar la suya propia desde el móvil con unos cascos. Los grandes almacenes han llegado a la conclusión de que sus clientes no quieren verse aturdidos con anuncios y señales acústicas. Y los invidentes cruzan la calle sin problemas.

Así que la historia de Norris y su HHS tiene una moraleja que hay que recordar de vez en cuando: las innovaciones, sin importar lo impresionantes que sean, tienen que resolver algún problema importante para los clientes. De lo contrario, no despegarán.

Armando Martínez-Polo - Socio responsable de Consultoría