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Solicitar a una entidad bancaria un crédito es un gesto basado principalmente en la confianza mutua entre el cliente y el prestamista. Y esto supone por defecto un trasvase de información por parte de la persona que solicita financiación.

El historial crediticio resolvía este asunto gracias a la información que proporciona sobre cómo resolvemos a lo largo de los años nuestras obligaciones con los bancos, entidades financieras o empresas como las de telefonía o luz, por ejemplo. Pero, claro, no sólo somos lo que pagamos.

Muchas personas como los estudiantes que se incorporan al mercado laboral, los extranjeros o simplemente aquellos que no han necesitado pedir un crédito con anterioridad no disponen de este informe. Ante la imposibilidad de acudir a tal estudio personal o la escasez de datos fidedignos, los bancos encontraban una solución intermedia que no siempre era la más beneficiosa: agruparlos a todos en el segmento de riesgo elevado de cobro. Esto implicaba, además, que estas personas tuviesen tasas de intereses ciertamente elevadas. Pero esta mala praxis ya es prácticamente pasado debido a la proliferación del Big Data y el análisis de datos que cada persona va dejando en su día a día. Tendencia de la que ya hemos hablado en anteriores entradas, tanto de sus bondades en sectores específicos como de lo que puede aportar al conjunto de la sociedad.

Esa estela de datos que creamos conforme a nuestra forma de vida nos define. Y este es el modo que tienen los bancos (generalmente a través de empresas externas) para trazar un perfil único para cada uno de nosotros y que es el complemento perfecto del historial crediticio. El riesgo, por tanto, ya no se busca exclusivamente en los pagos, sino en cómo nos comportamos en el día a día, en las actitudes, en las personas.

Las variables que se miden son prácticamente infinitas. Algunas de las empresas que están empezando a ofrecer estos servicios a los bancos tienen en cuenta hasta un total de 8.000 indicadores de todos los ámbitos de nuestra vida: datos de localización, de gustos sociales (bares a los que acudimos, tiendas o centros de ocio), análisis de comportamiento (tiempo de estancia en las páginas web que visitamos, número de clicks, movimientos que realizamos una vez estamos dentro), comportamientos de compra a través de las aplicaciones instaladas y un larguísimo etcétera.

Y como toda tendencia ligada al mundo digital en la actualidad las redes sociales también tienen cabida en el asunto. Es decir, se está comenzando a cuantificar el riesgo de impago de una persona en función de su actividad en Facebook su número de amigos, sus publicaciones. Se miden aspectos sociológicos que indican qué grado de continuidad e implicación se tienen en los proyectos. Por ejemplo, una persona que está permanentemente conectada a sus perfiles en redes sociales tiene más posibilidades de impago que una que las revisa un par de veces al día y las usa de manera sensata.

¿Y si no tienen un smartphone? Pues también es posible conocerles porque incluso los teléfonos móviles normales son fuentes de datos con gran valor. En este caso se recurre a la duración de las llamadas, la hora del día, y la ubicación con el fin de predecir la forma de vida y al mismo tiempo la fiabilidad de los solicitantes de préstamos.

Como cualquier organismo que se precie, los bancos son reacios al riesgo, pero a su vez son conscientes de que su crecimiento está basado en la concesión de estos. Puesto que los clientes también quieren evitar el riesgo a toda costa los bancos necesitan identificar cada necesidad individual y adaptarla a sus productos y es aquí donde el Big Data puede ser un gran aliado.