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No he trabajado en una oficina -una oficina de verdad- desde 2008. Entonces, tenía un cubículo repleto de post-its y una silla de despacho, cuya ergonomía era más que discutible. Tenía reuniones en una sala y comía en mi propia mesa. Tenía compañeros en otros cubículos cercanos con los que intercambiaba consejos y cotilleos. Y había ratones -sí, ratones- que dejaban un pequeño rastro de sus visitas en mis cajones. Ahora mi mesa está enfrente de una pared cubierta de post-its y mi asiento sigue siendo igual de poco ergonómico, pero es mi casa.

Mis reuniones son telefónicas o a través de Skype, y la mayoría de mis comunicaciones las hago por email o por texto. Es un lugar tranquilo. No pierdo el tiempo trasladándome de un lado a otro e, incluso, puedo poner la lavadora, de vez en cuando.

Cada vez más y más gente, no solo los freelance como yo, opta por el teletrabajo. En 2018, una encuesta realizada por un proveedor de espacios de oficina alternativos concluía que el 70% de los trabajadores en todo el mundo teletrabajan, al menos, una vez a la semana. Y son muchos los que consideran que las start-ups ni siquiera deberían preocuparse por tener una oficina. Hace poco, entrevisté a los dos fundadores de una empresa de diseño de apps: uno vivía en Nueva York y otro en Georgia. Casi nunca se encontraban cara a cara.

Así que si yo no necesito una oficina; si el 5% de los americanos que sólo teletrabajan tampoco; si el 70% de los que actualmente teletrabajan tampoco (o, al menos, solo ocasionalmente) y si algo parecido les pasa a las start-ups… Entonces, ¿quién las necesita? ¿Para qué están las oficinas?

El auge del teletrabajo está haciendo que las empresas se esfuercen, cada vez más, en crear espacios para que sus empleados se encuentren

Diseñadas para impulsar la productividad

Las oficinas, tal y como las conocemos, son un invento relativamente nuevo. A principios de siglo veinte, las oficinas eran como fábricas donde se hacía el papeleo -filas de sillas, ocupadas por filas de oficinistas-: los ejecutivos tenían sus propias oficinas privadas. A mediados de siglo, se introdujeron fórmulas para medir su eficiencia, pero lo cierto es que ninguna de ellas fue capaz de cuantificarla.

Las oficinas abiertas, originadas a partir de las fábricas de papeleo, fueron impulsadas por arquitectos como Frank Lloyd Wright para promover la colaboración y tirar muros abajo -literal y socialmente-. A finales de la década de los sesenta, se inventó el cubículo, en un intento futurista de casar la forma de trabajar de la época con la eficiencia que se suponía vendría con las plantas u oficinas abiertas.

Sin embargo, y aunque tendemos a pensar que las oficinas han cambiado mucho desde principios del siglo veinte, no lo han hecho tanto. Las oficinas abiertas son ahora el diseño más habitual en Estados Unidos pero, también, el más odiado -por ser oficinas ruidosas, faltas de privacidad y porque mandan un mensaje erróneo en relación con la confianza hacia los empleados-. Y fallan, precisamente, en aquello para lo que se supone se crearon: impulsar la colaboración. Un estudio realizado en 2018 para medir la relación entre los empleados en las oficinas (abiertas) recién inauguradas de dos empresas, reveló que las interacciones cara a cara cayeron un 70% en ambos casos; y también las distintas formas de comunicación digital y por email. “Parece que los espacios abiertos activan en las personas un rechazo natural a relacionarse con sus compañeros de oficina”, aseguran los autores.

Justificar los traslados

Durante la mayor parte de la vida de las oficinas, los empleados han tenido que utilizarlas. Ahora, no. Una situación que está poniendo mucha presión en los directivos a la hora de justificar su existencia. “Un argumento era que las oficinas te dan una interacción entre los empleados que no se puede conseguir fuera de ellas”, me explicó Niki Saval, autor en 2014 del Cubed: A Secret History of the Workplace. En 2013, cuando Saval estaba trabajando en su libro, la palabra de moda en el diseño de oficinas era serendipia [hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual] -en inglés, serendipity-: es decir, estar en una oficina era sinónimo a tener reuniones improvisadas que llevaban a la creatividad, a la innovación y a la colaboración.

Una idea que ha estado ahí durante décadas. El prodigioso ritmo de producción de los laboratorios norteamericanos Bell fue impulsado por los grandes corredores de sus instalaciones, que obligaban a los ingenieros, químicos e investigadores a encontrarse de forma improvisada. Incluso, y a pesar de que ya entonces el teletrabajo estaba en auge, Marissa Mayer, la entonces jefa de Yahoo, lo prohibió en 2013. “La mayoría de las mejores decisiones e ideas vienen de las discusiones en los pasillos y en la cafetería, de conocer gente nueva y de reuniones improvisadas”, decía un memorandum dirigido a los 11.500 empleados de Yahoo.

La serendipia era la razón que justificaba la existencia de las oficinas. Kristen Conry, directora ejecutiva de la firma de arquitectura y diseño de San Francisco, Gensler, explica en un email que los diseñadores todavía la intentan vender de alguna u otra forma.

Según Lisa Reed, project manager de HOK, una empresa de arquitectura, ingeniería y planificación urbana con sede en St. Louis, la serendipia se puede potenciar con entornos de trabajo que hagan que las personas se sientan seguras y protegidas. “Hay un deseo de ambientes resimmerciales -por residenciales y comerciales- en los que llevamos las cualidades residenciales al lugar de trabajo, ya se trate de una sala de reuniones -estilo sala de estar- o de pasar por una sala de descanso que se muestra como una acogedora cocina casera. Así es más probable que uno baje la guardia, esté abierto a la conversación y se tome unos minutos para analizar hacia dónde se dirige la discusión”.

Pero, ¿funciona? Las empresas que están invirtiendo para optimizar sus lugares de trabajo para impulsar la creatividad, la innovación y el bienestar, ahora, están en disposición de recopilar datos para justificar sus decisiones. La compañía de Boston, Humanyze, utiliza tarjetas de identificación sociométricas, equipadas con micrófonos y sensores para determinar cuando los empleados hablan y se mueven. Taemie Kim, cofundador y científico jefe de Humanyze, asegura que los datos pueden ser sorprendentes. Por ejemplo, un cliente de esta compañía tenía pequeñas salas de descanso, cada una de ellas con unas cafeteras literalmente asquerosas. “Nadie estaba contento con el café”, dijo Kim, y lo que es peor, había demasiadas máquinas, que “no daban a la gente la oportunidad de encontrarse entre sí”. Humanyze recomendó invertir en una máquina mejor y ubicarla en una situación más de paso. No sólo la gente estaba más contenta, sino que el cambio “aumentó enormemente la cantidad de encuentros no programados con otras personas de otros equipos”. También aumentó el número de correos electrónicos y de eventos programados en el calendario.

Hay pocas evidencias empíricas de que más reuniones lleven a una mayor creatividad, pero un estudio elaborado en 2012 concluyó que las personas en los ámbitos académicos e industriales eran más creativas cuando se conocían en persona.

Resolviendo el puzzle de la productividad

¿Es la oficina del futuro simplemente una relación entre el precio del inmueble y las ventajas de la flexibilidad? Algunas grandes empresas, como Bank of America e IBM han dado un paso atrás o eliminado la posibilidad del teletrabajo; así lo hizo IBM incluso después de informar de que el 40% de su empleados en todo el mundo teletrabajan, lo que les permitía ahorrar 2.000 millones de dólares en inmuebles. Lo que nos indica que las grandes empresas están reinvirtiendo en espacios más pequeños y esperan que la relaciones cara a cara de sus profesionales sean más rentables cuando se encuentran en grupos reducidos.

Diseñar para la innovación y la serendipia es sólo una parte del rompecabezas de la productividad; diseñar para los seres humanos, lo es todo. Algunas personas querrán ese ambiente resimmercial; otras preferirán una gran máquina de café o una puerta para que no haya ruido. Reconozco que, a pesar de toda mi productividad actual, echo de menos la oficina: a la gente -o a la mayoría de ella-, así como a la posibilidad de, simplemente, poder hacer una pregunta a alguien que se encuentra a mi lado. Probablemente, después de una década en casa, no me importaría volver a ver a los ratones.

Linda Rodriguez McRobbie