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Érase una vez… una óptica. Una óptica de éxito, con una clientela fiel, con empleados formados y serviciales, con proveedores de primera línea y con una propietaria con mucha experiencia, siempre atenta a las últimas tendencias nacionales e internacionales. El hilo musical de su establecimiento en plena avenida lanzaba a Nat King Cole con su “L-O-V-E” y el futuro se presentaba fulgurante.

Con ese telón de fondo, la divina providencia decidió hacer de las suyas e introdujo una variable inesperada en la ecuación. No era una manzana envenenada, pero se le parecía bastante. Se anunció con el nombre de “coronavirus” y nuestra propietaria pronto descubrió, como todos los demás, que nos iba a hacer padecer como pocos enemigos lo habrían hecho antes.

Al poco tiempo, el gobierno de la nación anunciaba que muchos establecimientos comerciales habrían de cerrar sus puertas como medida de contención de los contagios y que todos los ciudadanos debían permanecer en sus casas confinados. A pesar de que las ópticas no tenían que cerrar (formaban parte de los servicios esenciales), a los pocos días, sólo los clientes más asiduos y los que precisaban retirar lentes de contacto y gafas ya encargadas se pasaban por el establecimiento, siempre sin detenerse a ver el género, con semblantes de preocupación bajo gafas y mascarilla.

Durante los primeros días, los empleados seguían vistiendo sus batas blancas, ahora adornadas con guantes y mascarillas de cirujano. Les pidió que pusieran en orden el fichero de clientes, que revisaran el inventario, que remodelaran el escaparate y que reorganizaran el stock de monturas. Compareció entonces un nuevo personaje, conocido como ERTE, que llegó como llegan muchas veces las visitas, por sorpresa y para quedarse por más tiempo del que desearíamos, acompañando el cierre temporal del local.

Nuestra propietaria se devanaba los sesos tratando de encontrar una solución a la situación mientras trataba de lidiar con el confinamiento propio y de sus hijos, pegados a sus tablets y teléfonos móviles. Y así le llegó la inspiración. ¡Ya lo tenía! Sólo había que pasar del mundo físico al mundo digital. No podía ser tan difícil… o sí.

Lo primero que hizo fue revisar los medios con los que contaba. Tenía una página web y hacía tiempo ya que contaba con un sistema contable y de gestión plenamente informatizado. También tenía informatizada la base de datos de clientes. No estaba mal para empezar.

La primera dificultad que identificó fue que la página web no estaba actualizada con los nuevos modelos ni, mucho menos, preparada para recibir pedidos: los clientes la visitaban para conocer las novedades, pero luego la compra siempre se producía en el establecimiento comercial, donde se les asesoraba y se les revisaba la visión de forma personalizada y presencial.

Otro desafío era resolver la cuestión de la última milla (muy costosa). Pero había otros, mucho otros: las devoluciones de producto (gafas de sol sin graduar, líquido para lentillas, etc.), la imposibilidad para los clientes de probarse el género, cómo determinar la graduación de cada uno, la imposibilidad de asesorarles de forma personalizada, cómo ganar posicionamiento en internet, comprender al nuevo tipo de cliente (capaz de adoptar una decisión de compra en remoto), aprender a relacionarse con él (a través de Instagram y otras redes sociales) o la necesidad de un rebranding, fueron sólo algunos de los que se le vinieron a la mente.

Los retos de un nuevo canal digital

Estaba claro que no iba a ser un camino de rosas y estaba claro que necesitaba ayuda. Tenía la respuesta: transformar su negocio, convertirse en una óptica 4.0 a través de la tecnología, pero necesitaba un socio y un proyecto sólido y seguro.

Había ahorrado durante varios años, pensando en abrir nuevos establecimientos, por lo que la parte económica la tenía más o menos controlada. Fue cuando empezó a recibir los presupuestos de algunos de los proveedores cuando comprendió, sin embargo, que había una pieza más del engranaje digital que no había considerado: en el mundo digital, las normas de funcionamiento eran muy diferentes.

Empezó a leer sobre la materia y descubrió varias cosas. Por ejemplo: había que verificar si la solución de realidad aumentada que le proponían para que los clientes (ahora se llamaban “prospects”) pudieran probarse las gafas frente a la pantalla de sus dispositivos trataba datos “biométricos” (y si se consideraría un medio para identificarles o no); había que verificar si los contratos con los proveedores permitían la reproducción de los diseños en un entorno virtual; había que tener una política de redes sociales y recabar el consentimiento de los empleados para utilizar su imagen y que pudieran promocionar las gafas (lo de los influencers lo analizaría despacio); había que asegurarse de que los contratos con las empresas que generaban “leads” (los “leads” también eran los “prospects”) cumplían con el dichoso Reglamento General de Protección de Datos, con un régimen de sanciones de los que asustan; había que poner a disposición de los clientes sistemas de portabilidad de sus datos (como si una óptica fuera una operadora de telefonía); había que tener unos términos contractuales nuevos (ya no servían los de la tienda) y unos “SLAs” para la “app”; había que incorporar un sistema de verificación de identidad y sistemas de seguridad para evitar el “phishing” (el phishing era el fraude de toda la vida); había que verificar si los proveedores de las marcas más exclusivas permitían siquiera la venta por internet de sus productos (las cosas de la distribución selectiva); había que verificar si al abrir la venta en internet a todo el mundo, incumplía limitaciones territoriales en materia de exclusiva para algunos de los productos; había que analizar muy bien qué iba a hacer en materia de cookies y beacons (y así un etcétera casi interminable.

La sorpresa fue que, para transformarse y ser una óptica 4.0 sin riesgos, no sólo era necesaria la tecnología (y mucha valentía para aprender la jerga digital), sino que era clave contar con un buen asesoramiento jurídico.

Al final, nuestra propietaria, con la firme determinación de prevalecer, contrató los servicios de un consultor tecnológico y de un abogado especializado y en tan sólo unos meses el proyecto estaba diseñado, validado legalmente y en funcionamiento. Descubrió que había clientes nuevos, y muy fieles también, que sumar a su clientela habitual, que nunca le abandonó y que, cuando terminó el confinamiento, volvió a pasear sonrisa otra vez (aunque fuera tras una mascarilla) por su establecimiento de la avenida y, cuando llegó la nueva normalidad (porque la nueva normalidad, llegó), tenía dos vías de ingreso y estaba preparada para afrontar cualquier nuevo desafío.

Y, colorín colorado, este cuento sólo acaba de empezar…

Bartolomé Martín