Consultoría & Consultores

Trabajar para empresas importantes obliga a viajar constantemente. Muchas de las organizaciones con las que tengo el placer de colaborar tienen sedes repartidas a lo largo y ancho de la geografía nacional y, con frecuencia, internacional, así que estoy acostumbrado a pasar muchas de mis horas profesionales en aeropuertos, trenes, taxis y aviones. Y confieso que últimamente me siento muy agredido por las enormes molestias y el trato desconsiderado que experimento como usuario de este tipo de servicios. Me explicaré.

Hace unos años, concretamente en agosto de 2010, tuve la oportunidad de viajar a Argentina y Chile con ocasión de la boda de Jeanine, la hija de mis mentores y maestros Jorge Kenigstein y Gracia Maioli, con su prometido Javier. Si bien tuve que cambiar mi adorado y caluroso verano madrileño por el invierno austral que en ese mes azota el Cono Sur, fue un viaje gratificante que recuerdo con cariño, especialmente por la calidez de los lugareños y la enorme hospitalidad con que mi pareja y yo fuimos tratados en ambos países.

Después de pasar varios días en Buenos Aires, tomamos un avión para dirigirnos a Santiago de Chile, ciudad de residencia de los novios y, por ende, en la que habría de celebrarse el enlace.
Y, aunque ni Lola ni yo somos tiquismiquis con los asientos que nos suelen asignar en los aviones, ése en concreto era un vuelo que queríamos hacer en ventanilla, con objeto de tener buenas vistas sobre la Cordillera de los Andes. No sólo porque el paisaje es espectacular, con picos que se elevan por encima de los 6000 metros y dan la sensación de que van a rascar la panza del avión, sino además porque acabábamos de leer la famosa novela “Viven”, escrita por Fernando Parrado, uno de los supervivientes de la tragedia del equipo de rugby uruguayo que en los años 70 tuvo la mala fortuna de estrellarse allí, teniendo que recurrir a todo tipo de estrategias, incluido el canibalismo, para sobrevivir. Cabe reseñar que tuve la oportunidad de conocer personalmente al señor Parrado unos años atrás, y su testimonio me causó tan viva impresión que me apetecía mucho empatizar con lo que esta gente tuvo que experimentar, aunque fuera imaginándome la situación a través de la ventanilla de un avión en pleno vuelo.

La señorita que facturó el equipaje en el aeropuerto de Buenos Aires, ante nuestra petición, nos dijo que sólo había una posibilidad de ocupar una ventanilla, y era que nos sentásemos en la salida de emergencia. Si bien se trata de una fila de asientos más cómoda que el resto, puesto que dispone de bastantes centímetros más de separación para facilitar la evacuación en caso de emergencia, ocupar uno de ellos lleva aparejada una importante responsabilidad: colaborar con el personal del avión en caso de accidente o evacuación urgente. Para ello es preciso estar en buenas condiciones físicas y psicológicas, ya que el instinto de supervivencia con frecuencia suele impulsarnos a abandonar a cualquier precio el foco del peligro, sin tener muchas consideraciones para con el prójimo. Por supuesto, aceptamos dicha responsabilidad y disfrutamos en consecuencia de un maravilloso y cómodo viaje sobre los picos andinos.

Hoy, apenas seis años después, vengo observando con una mezcla de estupor e indignación cómo han cambiado las cosas. Por ejemplo, si hoy quisiera utilizar el mismo asiento en cualquier vuelo de los que tomo regularmente, tendría que pagar un dinero extra por el derecho a esos centímetros de más. Hasta donde soy capaz de entender, eso significa que la compañía aérea prima los beneficios de esos euros adicionales, multiplicados por el número de vuelos que realiza al cabo del día, sobre quién está en las mejores condiciones para prestar auxilio al resto de pasajeros en caso de emergencia. Es cierto, vuelos hay muchos y catástrofes pocas, pero si debo fiarme de los pasajeros que me ayudarán en las puertas de emergencia, espero que no me pille ninguna.

El trato que recibo semana tras semana por parte de las compañías aéreas y ferroviarias, así como de los diferentes aeropuertos y estaciones que frecuento, ya no es el de proverbial amabilidad que solía ser una costumbre años atrás. Y nada tiene que ver la actitud de las personas con las que interactúo, que de todo hay; intuyo que es algo mucho más relacionado con la política de beneficios de las compañías, por una parte, y con la injusta y desconsiderada normativa de seguridad con el que se nos castiga desde hace unos años, por otra.

Os haré una pequeña relación para ilustrar lo que digo. En los últimos meses he recorrido muchas decenas de miles de kilómetros en avión. Semana tras semana he pasado por el mismo aeropuerto, utilizando con frecuencia la misma terminal de salida, y, por ende, los mismos aparcamientos, servicios y controles de acceso. En todos esos viajes me han hecho casi desnudarme, depositar en bandejas todos los objetos metálicos, y he tenido que utilizar diferentes bandejas para dejar los dispositivos electrónicos. Como suelo viajar con un ordenador portátil y una tablet, eso significa que cada vez que he tenido que pasar por el dichoso arco de seguridad debía hacerme cargo de mi trolley de cabina, una bandeja para mi chaqueta, cinturón, móvil, cartera, monedas y llaves, otra para el portátil y otra más para la tablet. Manejar y cuidar cuatro bultos, contrarreloj, presionado por los viajeros que iban detrás de mí y frecuentemente retenido por el atasco que se producía al cachear a algún pasajero.

Y, aunque pueda parecer una generalización injusta, lo cierto es que jamás he recibido en estas circunstancias la más mínima muestra de empatía ni de calor humano por parte del personal de seguridad, sino más bien lo contrario. De hecho, me molesta mucho la actitud de “sheriff” de la que muchos -y muchas- hacen gala. Pero lo que más me llama la atención son las inconsistencias. Por ejemplo, una vez me hicieron tirar el bote de desodorante que me habían permitido pasar sin pegas en los diez viajes anteriores por el mismo escáner de seguridad. Y no sólo eso, la semana siguiente me hicieron lo mismo con un envase de gel de baño. ¿Otro ejemplo más? Llevando siempre los mismos zapatos, unas veces me han hecho descalzarme y otras no. Vamos a ver, o algo cumple con las normas de seguridad o no cumple, no tiene sentido que un envase de gel dentro de un neceser una semana pueda pasar un control de seguridad y la siguiente no, o que en un aeropuerto sí y en otro no, máxime cuando ambos son del mismo país y regulados por la misma legislación internacional. En otras palabras, lo único que me están demostrando es una profunda incompetencia para decidir quién es una amenaza para subir a un avión y quién no.

Y no todo tiene que ver con la normativa de seguridad. He tenido muchas oportunidades de comprobar últimamente cómo, si mides más de 1,60 metros de altura, estás condenado a un viaje de incomodidad y estrecheces, independientemente de la compañía con la que vueles. Hay aviones en los que es literalmente imposible cambiar las piernas de posición, porque vas empotrado contra el asiento de adelante. El otro día pensaba que, en caso de un movimiento brusco del avión o de accidente menor, estaba abocado a una fractura en las piernas, porque no podía moverme. Por supuesto, no es un problema del tamaño del avión, que los hay pequeños y muy cómodos, sino del número de filas que meten en él. Y no hablo de vuelos low cost, hablo de billetes muy caros en compañías que presumen de ser “premium”. Me imagino que, si hubiera un AVE que me llevara al mismo destino, nadie tomaría por gusto ese vuelo.

Y saco el AVE a colación porque, en mi opinión, es mil veces más cómodo que volar -espacio entre filas, posibilidad de caminar y tomar algo en una cafetería, uso de internet, películas, estaciones en el centro de las ciudades, control de acceso mucho más rápido, etc.-, lo que le convierte en una alternativa tan interesante para el pasajero como peligrosa para la compañía aérea.

Bueno. Ya me doy cuenta de que hoy me he levantado protestón, pero… ¿qué tienen que ver todas estas reflexiones? Y ¿por qué las expongo en esta sección de una revista dedicada al desarrollo humano y el talento en general?
Porque son muestras de algo que, como defensor de la libertad individual que soy, me repele: sentirme cautivo, prisionero de alguien. Sea de una compañía aérea, un gobierno, un partido político, una comunidad de vecinos… O de la empresa para la que esté eventualmente trabajando.

Si me hubieran dado un euro cada vez que alguien me ha contado que su manager o el gerente de la empresa amenaza sutilmente a la plantilla con el frío que hace fuera, o con que si da un zapatazo en el suelo salen cinco más baratos y eficientes que él o ella, hoy sería rico. Es una constante desde que entramos en esta dichosa crisis que parece no tener fin. Y hay que reconocer que son palabras muy motivadoras; si entendemos “motivación” en su sentido etimológico más estricto: tener un motivo para la acción. Una vez más, recurriré a un ejemplo. Usain Bolt corre muy rápido, tanto que ningún hombre, vivo o muerto, le ha superado: es capaz de recorrer 100 metros en 9,58 segundos, que ya es correr. Bueno, pues me apuesto pincho de tortilla y caña a que, si le ponen un mastín a punto de morderle los cuartos traseros, todavía bate su propio record. No se puede negar que el mastín es muy, pero que muy motivacional. ¿Pero qué sucederá cuando quitemos el mastín? La respuesta es obvia.

Un colaborador que se siente prisionero de su empresa no desarrollará el compromiso que ésta busca de él. Unas veces se plegará y acatará, otras se rebelará, y otras se pondrá de perfil. Pero, sin duda, se guardará para sí mismo las características mejores que tiene, ésas que darían el empuje adicional que su organización precisa para obtener los mejores resultados; lo que los angloparlantes llaman “extra mile”, la milla extra que regalas, lo que me das más allá de lo que te puedo exigir por lo que te pago. Compromiso, confianza, buen humor, proactividad, ilusión, pasión, autoexigencia, generosidad, orgullo de pertenencia, ninguna de ellas se puede decretar, imponer o exigir. Son factores internos, pertenecen al dominio personal de cada ser humano, se dan cuando uno quiere, no cuando su jefe se lo exige. Y el chantaje no suele ser un buen medio para obtenerlos, de igual modo que el trato abusivo que me dan en un aeropuerto no me fideliza precisamente hacia él.

Yo tomo el avión cuando no me queda más remedio, y las compañías aéreas lo saben y se aprovechan de ello. Me tienen cautivo, prisionero. Pero cuando de repente Renfe inaugura una línea de tren de alta velocidad hacia el mismo destino, entonces espabilan y ponen aviones más amplios, o dan mejor servicio por el mismo precio. Por eso creo honestamente que la competencia es buena, y los monopolios son malos. Cuando el público tiene capacidad de elegir se vuelve exigente, y los proveedores de servicios o productos se ven empujados a mejorar, si quieren conservarlo.
Si has llegado leyendo hasta aquí, trabajas para una organización que te menosprecia y a veces te sientes cautivo de ella, quiero darte una buena noticia. No lo eres. Hay muchas empresas que están deseando contratar a alguien como tú, y ni siquiera te lo planteas; estás tan aprisionado que has desarrollado síndrome de Estocolmo. Todo depende de ti y de tu autoestima. Te sugiero que te mires al espejo, hagas un DAFO sobre ti mismo y comiences a valorar PARA QUÉ estás empleando tu tiempo y experticia en una organización que necesita meterte miedo para retenerte. ¿Qué ganas ahí, aparte de pagar la hipoteca? ¿Cuánto te acerca a tus objetivos vitales? ¿En qué has mejorado desde que llegaste y cuánto vas a evolucionar a corto, medio y largo plazo?

Y si has llegado hasta aquí, eres un empresario o un mando y a veces tiras un poco de látigo para, digamos, “estimular” a tus colaboradores, te propongo que reflexiones unos minutos. Si lo que buscas es que tus trabajadores se sientan en tu empresa como yo, cuando después de haber pasado por un control de seguridad despótico, y pagado un precio irracional por un simple refresco en el aeropuerto, estoy encajonado en un espacio inhumano y me aguanto sólo porque no tengo más remedio, tarde o temprano los perderás. Todo el esfuerzo y la inversión que has hecho para entrenarles serán capitalizados por su próximo empleador. Puede que los sustituyas en poco tiempo porque hay mucha oferta de mano de obra, pero se irán el conocimiento y la experiencia, y además estarás enviando un mensaje muy poderoso y triste a los que se quedan o llegan de nuevas. Por si fuera poco, es un círculo vicioso.

Me encanta la frase de Richard Branson, fundador y CEO de Virgin: “Forma a tus empleados lo suficientemente bien como para que se puedan ir, trátalos lo suficientemente bien como para que se quieran quedar”. Ésa es la clave: que se quieran quedar. Que pudiendo tomar el AVE, elijan ir en tu avión.

Y entonces, amigo, vendrán solos el “engagement” y la “extra mile” que tanto tiempo llevas buscando. Te deseo mucho éxito.

Iván Yglesias-Palomar, Director de Desarrollo de Negocio de Atesora Group