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Virginia Woolf fue una amplia defensora, en su obra Una habitación propia, de que las mujeres que habían escrito obras a lo largo de la historia lo habían hecho en el anonimato. Tanto es así, que afirmaba: “Me atrevería a aventurar que Anónimo, que tantas obras ha escrito sin firmar, era a menudo una mujer”.

De hecho, hasta finales del siglo XVIII, a penas existían mujeres escritoras (con salvadas excepciones, valga de ejemplo Mary Shelley, considerada la autora de la primera historia moderna de ciencia ficción: Frankenstein), y, si existían, no se conocen los textos que escribieron.

Si bien no podemos afirmar si Virginia Woolf, melancólica y feminista, estaba en lo cierto, lo que sí que es innegable son las dificultades que las mujeres han tenido (y siguen teniendo) en el mundo literario a lo largo de la historia.

Mujeres que, atraídas por la seguridad que el anonimato brindaba, preferían no publicar bajo su nombre (Jane Austen publicó en 1861 Sentido y Sensibilidad con la autoría de “By a Lady”), o eran forzadas al uso de pseudónimos masculinos para la publicación (las hermanas Bronte, Charlotte, Emily y Anne, escribieron sus primeras obras, incluida Cumbres Borrascosas, bajo los pseudónimos de Currer, Ellis y Acton Bells).

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