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En el año 2012 el Lunar Reconoissance Orbiter (LRO) tomó fotografías en alta resolución del lugar donde el primer ser humano pisó nuestro satélite, el 20 de julio de 1969. Puesto que en la Luna no hay atmósfera ni corrientes de aire, ahí permanecen las pisadas de aquel histórico paseo como si acabasen de hollarse. Eso ha permitido rememorar todo el programa de experimentos que se realizaron esa jornada y también, como veremos, trazar una sorprendente excursión no planificada hacia un pequeño cráter, sin interés científico alguno, a unos 50 metros del lugar donde se posó el Módulo Lunar del Apolo 11. Un hecho insólito vinculado con valores personales.

El perfil de las personas llamadas a desempeñar determinados cargos de responsabilidad en las organizaciones no es en absoluto ignorado en las escuelas de negocio, que exigen una formación técnica cada vez más compleja. En la esfera del Compliance, también es una materia tratada en diversas normas, que hacen hincapié en la necesidad de disponer de esa sólida formación técnica –en el bloque normativo correspondiente- así como de la experiencia práctica para aplicarla razonablemente. Son aspectos que explico en el Test publicado este mes, dedicado al rol del Compliance Officer. Sin embargo, no es tan frecuente oír hablar de otras características personales muy necesarias en quienes asumen una responsabilidad destacada a la hora de decidir el modo correcto de obrar. La Catedrática de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia, Adela Cortina, señaló en su premiado ensayo “¿Para qué sirve realmente la Ética?”, que la cuestión no es sólo formar técnicos bien especializados que puedan competir y atender las demandas de los mercados, sino educar a buenos ciudadanos y profesionales para que sepan utilizar esas técnicas al servicio de buenos fines. Y siendo un propósito general, lo es todavía más en el caso de los Compliance Officers, llamados a desempeñar roles destacados en la forma de hacer negocios del siglo XXI, respetuosa con las normas y los estándares éticos.

Es sabido que el comandante de la misión del Apolo 11, Neil Armstrong, fue el primer hombre que pisó la Luna. En su selección para ese cometido histórico no sólo pesaron sus cualidades técnicas sino también otras que se consideraron igual de trascendentes. Y eso explica muchas facetas de su vida, incluida esa intrigante excursión lunar, perfectamente visible gracias a las fotografías en alta resolución que se tomaron antes del fallecimiento del astronauta el 25 de agosto de 2012.

Los responsables de la NASA conocían lo arriesgado de la misión y las consecuencias que tendría para la opinión pública. Por eso buscaban un perfil que irradiase serenidad, capaz de actuar del mejor modo posible en entornos de riesgo y, sobre todo, prudente a la hora de comunicarse posteriormente con los medios. Alguien que no hiciera negocio de su condición particular. Por eso, no sólo evaluaron el carácter técnico de cada candidato, sino a la persona que había en él. Armstrong era un sujeto reservado que no gustaba de ser el centro de atención pública, como demostró en sus contadísimas entrevistas periodísticas. Desprendía confianza, era “el mejor”, como dijeron sus compañeros de misión espacial. Sabía cómo comportarse y no era vulnerable a la presión, ni a la del entorno propio de sus funciones técnicas ni frente a los medios. Tan poca importancia otorgó a su cometido histórico que su viuda halló recientemente en un armario de su vivienda valiosos artefactos de su viaje lunar, incluyendo la cámara que filmó las imágenes del alunizaje.  Armstrong jamás habló de la existencia de esos objetos, que ahora se exhiben en el Museo Nacional del Aire y del Espacio en Washington.

A causa de su discreción, pocos conocen una amarga faceta de su vida, que pudo truncar su participación en la carrera espacial. El 13 de Abril de 1959 nació su hija Karen, a la que apodó cariñosamente “Muffie” y con la que se sentía especialmente unido. Poco después de su segundo aniversario, la pequeña comenzó a sufrir trastornos oculares que los oftalmólogos no acertaban a valorar, hasta que le fue diagnosticado un tumor cerebral maligno, con mal pronóstico de curación. Muffie fue sometida a un agresivo tratamiento de radioterapia del que nunca se quejó. Lamentablemente, los síntomas reaparecieron tras su finalización y los médicos concluyeron que Muffie sería más feliz junto con sus seres queridos durante las fechas navideñas que se aproximaban. El 28 de Enero de 1962 Muffie murió. Era el sexto aniversario de boda de Neil Armstrong y fue un duro golpe para él.

Ese trágico acontecimiento era conocido por los responsables de la NASA y también por su tripulación en el Apolo 11, que inicialmente temieron impactase negativamente en el desarrollo de la misión. Pero ni durante los entrenamientos ni en la aproximación lunar Neil Armstrong exteriorizó la más mínima señal de debilidad.

Una vez en la Luna y concluida la batería programada de experimentos, el astronauta “Buzz” Aldrin advirtió desde el módulo lunar que Neil Armstrong se retiraba hacia a un pequeño cráter que habían sobrevolado justo antes de posarse en la superficie lunar. Un cráter intrascendente en el Mar de la Tranquilidad frente al que dedicó un tiempo de reflexión para luego regresar, bautizándolo con el nombre más lindo que supo darle.

Nombró a ese pequeño cráter “Muffie”, y así es evocado desde entonces. Corre la leyenda de que ocultó allí un pequeño juguete de Muffie, cuestión que el astronauta jamás confirmó ni desmintió. En cualquier caso, y dado que las Navidades son mágicas, seguro que despejaremos esa incógnita contemplando el resplandor de la Luna y escuchando lo que dicte nuestro corazón.

Alain Casanovas

  • Por KPMG
  • 31/12/2015