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Cuando en alguno de los talleres que tengo el honor de facilitar los participantes me piden bibliografía, suelo recomendar como lectura obligatoria “Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva”, del tristemente fallecido Stephen Covey. Da igual cuál sea la temática del taller, probablemente los puntos clave o las palancas de movilización ya fueron contempladas por su autor allá en 1989, fecha de la primera edición de la obra.

No es un libro fácil de leer, ni satisface a todo el mundo. No es de extrañar, porque es denso y exige mucha interiorización; a veces requiere releer dos o tres veces sus párrafos para captar toda la esencia que encierran y adaptarla al mismo tiempo a la trayectoria vital de cada uno. Y eso es un esfuerzo inadmisible para muchas personas que confunden “leer” con “leer tweets”, o que se creen que han aprendido Historia a base de tragarse sin el menor juicio crítico las alucinaciones del Código da Vinci y demás novelas pseudohistóricas. “Los 7 hábitos” no es una lectura de cabecera, es para tomárselo con tranquilidad y dedicarle el tiempo adecuado. Hay que beberlo a sorbitos, no a tragos.

Este libro, considerado la obra de management y autoayuda más influyente de todo el siglo XX, propone un camino de siete peldaños para ascender desde la posición más desvalida (dependencia total de otras personas, ya sea física, intelectual o emocionalmente hablando) hasta la mayor de las satisfacciones (utilización de la propia independencia para conectar y entrelazarnos con el resto de los seres humanos, es decir, vivir felices de forma interdependiente). No voy a extenderme sobre cuáles son esos peldaños ni cómo funciona el método, prefiero dejar a la curiosidad del lector el trabajo de profundizar, si así lo desea. Las fuentes son abundantes y fáciles de encontrar. Pero sí quiero comentar con vosotros una reflexión personal, que surgió de conectar mi anual semana de ruta en moto con los principios fundamentales que dieron origen al libro, y que el propio Covey explicó muy bien en sus videos.

La idea germinal de esta -a mi juicio- obra maestra se remonta a 1976, cuando, con motivo de la publicación de un estudio sobre el concepto de éxito, el autor se propuso investigar lo que dicho concepto significaba tradicionalmente en la mente del estadounidense medio; no olvidemos que éxito puede significar cosas muy variadas dependiendo de para quién (por ejemplo, para una persona tener éxito podría equivaler a ganar mucho dinero, mientras que para otra puede significar criar y educar a sus hijos, para otra más ocupar una posición de poder e influencia y para una última disfrutar de las oportunidades para desarrollar en la vida su máximo potencial intelectual o creativo). Así que decidió consultar artículos, libros y referencias de la literatura de su país para ver cómo se había abordado este tema históricamente. Y pronto se encontró con algo que cualquiera de nosotros que tenga una cierta edad podría corroborar.

Resulta que la mayor parte de las obras que habían sido publicadas antes de los años 60 del siglo XX coincidían en relacionar el éxito de una persona con los valores tradicionales, inculcados a través de los siglos: ser ético, honesto, trabajador, madrugador, confiable, ahorrador, sincero, etc. se consideraba universalmente el camino directo para llegar a ser alguien “formal y de provecho”. Seguro que alguno de vosotros está escuchando en este momento a sus padres y abuelos, igual que yo.

Pero, como si de una línea en el suelo se tratara, la literatura posterior a esa fecha vinculaba el éxito más bien con herramientas de ámbito social y relacional; saber cómo negociar y obtener beneficios rápidos, ser un orador convincente, utilizar mecanismos de influencia con los otros, liderar carismáticamente y otras habilidades similares pasaron a ser consideradas por la sociedad, o al menos por el mundo empresarial, como más útiles y efectivas para conseguir el éxito profesional y, por extensión natural en la época de los yuppies y el workaholismo, en la vida del individuo.

En su particular búsqueda de lo que, parafraseando a Einstein, podríamos llamar la “teoría unificada del éxito”, Covey sostenía que ambos enfoques eran correctos, pero incompletos. Por ejemplo, todos conocemos personas profundamente éticas y de sólidos valores cuya vida transcurrió y acabó sin pena ni gloria; y también nos hemos topado con personajes hábiles y carismáticos pero profundamente vacíos, que incluso llegaron a ser repudiados por la sociedad de la que tanto se aprovecharon.

Lo bonito y original de “Los 7 hábitos” es cómo convirtió la evolución de una persona hacia el éxito en una figura parecida a un iceberg, en la que la parte enorme y sumergida tiene que ver con los valores y la solidez del sujeto (por eso el conseguir recorrer esta parte del camino constituye lo que llamó la “Victoria Privada”); y la parte visible (la “Victoria Pública”) está conformada por herramientas que permiten relacionarnos exitosamente con los demás, pero que se apoyan y fundamentan inexorablemente en los valores del individuo.

Este mes de agosto, como tengo por costumbre cada año desde hace algunos, me tomé una semana para recorrer una ruta en moto por alguna zona inhóspita de España. Es mi tiempo de pensar, de cargar energía en absoluta soledad y sin rumbo fijo, planificando cada noche qué camino voy a tomar y dónde voy a dormir al día siguiente. Y una semana a horcajadas sobre un motor, recorriendo carreteras perdidas, alojándome en habitaciones más que humildes y tomando café en el bar de la plaza de poblaciones minúsculas, da para unas cuantas reflexiones. Sobre lo divino, lo humano, y hasta sobre Stephen Covey.

¿Y por qué me vino a la cabeza este señor en concreto? Pues por tres cosas que detonaron dichas reflexiones.

La primera es el saludo que nos solemos hacer los motoristas cuando nos cruzamos en vías de doble sentido. Si no eres motero y en alguna ocasión vas detrás de uno en una carretera, verás cómo al cruzarse con otro ambos harán una señal de “V” con los dedos índice y corazón de la mano izquierda (si en ese momento está pulsando el embrague, también vale una ráfaga de luces o levantar el pie derecho de la estribera para agradecer al que te ha facilitado adelantarle, los tres gestos tienen el mismo significado). Dicen que el origen de esta señal se remonta a la Segunda Guerra Mundial, cuando los soldados motorizados y los correos que iban y venían del frente se saludaban y deseaban buena ruta al cruzarse. Ahora no estamos en guerra, pero aún así dos individuos que no se conocen se desean un buen camino libre de sustos; es un gesto respetuoso y solidario no exento de cierto romanticismo, y me encanta saludar y ser saludado por alguien que no conozco al borde de un barranco en la Sierra de Albarracín. Es cierto que algunos maleducados no hacen la señal, pero la mayoría sí.

La segunda es la hospitalidad que dos grandes amigos me han brindado al alojarme varios días en su casa en la playa. Viajar sin rumbo da mucha libertad y permite vivir aventuras, pero uno siempre está expuesto a imprevistos, siendo el mal clima un clásico de agosto. Una inoportuna tormenta de verano que cubrió medio país me obligó a alterar la ruta de forma inopinada, y decidí cambiar la meseta castellana por la azulísima Costa Blanca. Aunque encontrar alojamiento en plena zona turística el mes de mayor ocupación de los últimos 15 años no es sencillo, encontré una habitación de alquiler en una casa preciosa, pero situada en un pueblecito de interior, a bastantes kilómetros de mi destino escogido. Aún siendo incómodo llegar a la playa desde allí, no era cuestión de rechazar la única oportunidad de dormir por un precio razonable, así que me quedé.

Después de descansar un rato, me acerqué -más bien debería decir “me alejé”- a la playa para cenar algo y localizar a un matrimonio de amigos que viven allí, y cuya compañía fue uno de los motivos que me llevaron a esa zona en concreto. Encontré a mis queridos Eduardo y Patricia exactamente donde esperaba hacerlo, y al no haberles avisado de mi llegada la alegría fue mutua y enorme por lo imprevisto de la visita. Ni que decir tiene que les faltó tiempo para ofrecerme su casa durante el tiempo que quisiera, y tampoco hace falta decir que yo acepté encantado la oferta tras cerciorarme de que no causaba más trastorno que el mínimo. Esto puede parecer de lo más obvio, y lógico en personas que se quieren y se encuentran, de hecho rechacé por motivos logísticos invitaciones similares de otros tantos amigos a visitarles en sus lugares de veraneo; pero en tiempos en los que todos vivimos centrados en nuestra comodidad y ocupados mayormente en la satisfacción de las propias necesidades y muy poco de las ajenas, el que diferentes personas me ofrezcan cariñosa y generosamente sus casas para que yo pueda disfrutar del verano en su compañía me enternece y me hace sentir muy agradecido a todos ellos. Y máxime cuando son anfitriones tan abiertos y flexibles como la pareja en cuestión. En cualquier caso, muchas gracias a todos los que os habéis ofrecido a acogerme en mis locos viajes.

La tercera reflexión fue consecuencia de un pequeño percance, afortunadamente sin consecuencia de ningún tipo. A media tarde de uno de los últimos días de mi viaje, me desvié ligeramente de mi camino para visitar una pequeña población turolense, minúscula en tamaño pero enorme en arquitectura e historia. Cuando circulaba a muy poca velocidad por la Plaza Mayor del pueblecito en cuestión, una furgoneta salió de una bocacalle de forma tan imprudente como veloz, lo que, unido al sol del atardecer en los ojos, me dio el susto de mi vida. Felizmente no pasó nada serio; ambos nos vimos y frenamos antes de chocar, pero la inercia de más de 350 kg y lo resbaladizo del piso de adoquines pulidos me impidieron detener la moto en seco, por lo que se me cayó sobre el lado derecho sin poderla sostener.

Sobresaltos aparte, lo que me hizo emocionarme fue la cantidad de gente que vino a ayudarme. Es cierto que la mayor parte eran personas que estaban tomando algo en la terraza del bar y fue justo delante suyo, pero también corrieron a socorrerme la camarera del mismo y varios conductores, además del de la furgoneta y la chica que viajaba con él. No menos de diez personas me rodearon en cuestión de pocos segundos, aunque el percance no tuvo gravedad pese a lo aparatoso de cualquier accidente. Entre todos fue fácil levantar la moto, y algunos de ellos no se fueron de mi lado hasta que se cercioraron de que me encontraba perfectamente, así como la moto; no fuera a ser que continuara el viaje y me llevase otro susto adicional.

Es cierto que podría haberme hecho daño, especialmente por quemaduras por el tubo de escape, pero afortunadamente sólo salió herido mi orgullo de “Ángel del Infierno”. Después de deshacerme en agradecimientos, continué mi camino sin prisa y con el único objetivo de llegar al hotel para darme una ducha y dormir, si es que podía.

Cuando escribo estas líneas, casi he terminado mis vacaciones. Y, a diferencia de toda esa gente que vuelve más cansada de lo que se fue porque simplemente cambió el agobio de la ciudad por el de la primera línea de playa, los atascos del trabajo por los de la carretera costera y las prisas de los informes por las de la tumbona y la toalla, yo he vuelto feliz. Traigo una óptica más benévola hacia el ser humano de la que me llevé. Obviamente no respondo por cada sujeto del planeta, pero me da la sensación de que hay más gente pacífica, honesta y generosa que egoísta, envenenada o despreciable; y si eso es así se lo debemos a nuestros padres, así como a los familiares, maestros y figuras de autoridad que nos inculcaron una serie de valores que hoy día permanecen en nosotros, nos regalaron la ética que guiaba sus propios actos y facilitaron nuestra “Victoria Privada”. Otro día podríamos hablar acerca de cómo y por qué la política busca dividirnos alentando lo que nos separa y penalizando lo que nos aglutina, pero hoy no; hoy me siento agradecido a mis anónimos auxiliadores, a mis amigos anfitriones, a mis colegas de ruta sobre dos ruedas y al Sr. Covey, que en el momento oportuno me dio una estructura para reflexionar a partir de sus propios razonamientos. ¡¡Buena ruta a todos!!

Iván Yglesias-Palomar. Director de Desarrollo de Negocio en Atesora Group